Tus pequeños -como
niños- tienen el alma y corazón listos para conocer y amar a Dios. Acompañarlos
en este proceso te llenará de bendiciones y aprendizajes
Un señor que
se consideraba muy devoto de Dios, se molestaba cuando una madre iba con su
hijo -quien padecía síndrome de Down-, a las celebraciones de la iglesia cada
domingo.
En una
ocasión, al salir, interceptó a la madre para decirle: «¿Usted sabía que no está obligada a
traer a misa a su hijo cada semana?«. La señora, sorprendida, no
sabía cómo reaccionar. ¿Qué molestaría a este buen hombre sobre la
asistencia de su pequeño a la iglesia?, se preguntó. Para no adivinar, lo
cuestionó.
«Su hijo no comprende qué hace aquí, y
con su hiperactividad nos molesta a los que deseamos escuchar al sacerdote«,
le dijo este señor, con un tono ácido e intolerante. Al elevar su tono y
pretender explicarse, el hombre había chocado con dos pequeñas que estaban
junto a él, y había pisado a un joven que oraba.
Mientras la
madre sentía cómo la sangre le subía a la cabeza, por semejante conclusión tan
aventurada, su hijo, de quince años se puso de pie, hizo cariños a las pequeñas
atemorizadas por el empujón el hombre, se disculpó con el joven, y le pidió a
su madre que orara con él a Dios por ese
hombre, que sin duda tenía un corazón adolorido.
Tú, ¿sabes quién es Dios?
Este joven,
indudablemente sabía
quién era Dios, le conocía. Supo reaccionar cálidamente ante
una agresión directa a su persona, supo confortar a su madre que sintió como
una afrenta el comentario radical del hombre, y -en el inter- se dio
oportunidad para disculparse en nombre de otro con las pequeñas y el joven.
El primer
hombre, en cambio, sentía que era muy devoto, y exigía le permitieran «amar a
Dios», olvidando que ese amor Cristo desearía que lo convirtiera también en
compasión, caridad y delicadeza para tratar a otros hombres,
como hermanos suyos que son.
Te confieso,
yo me he sentido a veces como este airado personaje. Y «en nombre de mi Dios, y
de mi fe», he juzgado duramente a otros, y he pretendido «enseñar» a otros
sobre el Dueño y Señor del Mundo. No ha funcionado, porque lo he hecho
desde la superioridad, y la manera de compartir la fe, de
compartir a Dios, es solo desde el amor, el ejemplo y la delicadeza.
Te muestras a los pequeños
En el
evangelio de San Mateo, podemos leer esta oración hecha por Jesús a su Padre: «Oh Padre, Señor del cielo y de la
tierra, gracias por esconder estas cosas de los que se creen sabios e
inteligentes, y por revelárselas a los que son como niños» (Mt 11: 25).
La fe en Dios,
no es algo que se conoce con la inteligencia, es algo que se experimenta,
algo que se vive.
¿Qué
significará «ser como niños», entonces? Es importante conocer esto si queremos
vivir la fe y compartirla con nuestros hijos.
Invitados a ser «como niños»
En otro
apartado de la Biblia, leemos que los niños intentaron acercarse a Jesús, y los
apóstoles los despidieron, enfrentándose al cuestionamiento del Hijo de Dios,
quien les dijo: «dejad que los niños vengan a mí, porque de ellos es el reino
de los Cielos».
Los apóstoles
se desconcertaron, ¿se había vuelto loco Jesús?. En el Israel antiguo, el
cumplimiento de la Ley, el merecimiento de la salvación, lo eran todo. De esa
manera asegurarían el favor de Yahvé. ¿Qué quería decir Jesús con estas
novedosas palabras?
Que los
hombres, para recibir a Dios, debían olvidar sus aires de grandeza, su
soberbia, su orgullo, su carrera por «ser el que más ayunaba, ser el que más
oraba». Debían aprender a pedir y a agradecer lo obtenido con sencillez y
espontaneidad, debían dejar que Dios los convirtiera en vasos nuevos.
¿Quieres enseñar a tu hijo a amar a Dios? Sé
como tu hijo
Tu hijo, que
no se preocupa por la renta, por tener contento al jefe, o por la talla extra
que ha subido, disfruta el hoy. No le importa si te matas para darle «un
futuro», y en cambio, valora tu presencia activa y atenta cuando decides
regalársela.
Él valora los
encuentros cercanos contigo y con su comunidad. ¿Quieres que tu hijo de un
lugar a Dios en su vida? Invítalo a tener encuentros con Él,
encuentros cálidos, reconfortantes y llenos de sentido.
Algunas sugerencias:
Procura momentos fijos en los que hablarás a Dios: al despertar, antes de dormir, antes y después de comer,
cuando sienta miedo, cuando suceda algo bello, qué agradecerán juntos.
Invítalo a entablar un diálogo con Dios. Háblale a Dios en nombre de tu hijo, contándole lo que les
preocupa como familia, invitándolo a los partidos de fútbol, agradeciéndole por
ese bello atardecer, por los gusanos curiosos tan llenos de detalles que
entretienen tanto a tu hijo cuando los descubre.
Escúchalo, y valida su manera de buscar a Dios. Pregúntale si sabe quién es Dios, si entiende qué significa
que Él nos ame tanto. Mi hijo de tres años, cuando veía los crucifijos en casa,
se inquietaba por los maltratos físicos que sufrió Jesús, y -antes de aprender
a hablar- le decía «Au», algo así como «ese, al que le duele su cuerpo».
Conociendo cómo ellos ven a Dios, puedes encontrar maneras de guiar su visión
tierna y bella de Dios amoroso.
Muéstrale las ventajas de ser hijo de Dios. Tiene un Dios que lo ama mas que nadie en el mundo, que lo ama
desde antes de ser concebido en tu vientre, que lo cuidará cuando nadie pueda.
Este Dios entra a su corazón cuando él o ella lo invitan, ¡es un Dios
maravilloso», repasen juntos las grandes cualidades de nuestro buen Padre, será
reconfortante para él o ella saberse tan amado y tan bien cuidado.
Déjalo que se cuestione sobre Dios. Escucha serenamente sus dudas sobre Dios y responde a su
nivel, preguntándole también su pensar sobre aquello que le da curiosidad. Esto
permitirá diálogos muy enriquecedores entre ustedes.
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